Capitán Bruce Killis

    Iluminadas por antiguos picos de fuego se proyectan indefinidas sombras que se escurren y deslizan por las agrietadas y mohosas paredes de la bóveda oscura, se escabullen. Se esconden unas de otras, evitándose. Irreproducibles chillidos, aullidos retorcidos y sonidos de pasos se multiplican, se hacen eco unos de otros quizá hablándose, alejándose, huyendo de una fuerza que avanza sin temor a los horrores que se ocultan en las entrañas de aquella oquedad o quizá uniéndose a ella. El eco de esos pasos confundidos con metales, gemidos y pálidos tintineos, se apoderó de la caverna. Cada paso atraviesa la enorme galería replicándose, acompañando la caída de gotas que desde lo alto de las estalactitas saltan hasta las estalagmitas, regando este páramo, contando el tiempo, formando columnas. Algo que quizá deberá esperar varios años más. Ese maná que da vida a esta tierra yerma interrumpió su trayectoria impactando contra un casco, que acaso no sería el único. Era el casco del capitán Bruce Killis. Capitán del pelotón de exploradores. Con su mirada oscura y profunda como la noche eterna que a todos rodea, Bruce avanzaba frente a su pelotón de guerreros esqueletos. Su oxidada armadura lleva el símbolo de una esfera blanca en un gran campo gris. La caída de esa humedad capturada por las porosas rocas motea su camino. En ellas vió el reflejó su vida, Galur, su amor prohibido, su traición, su pacto, su lealtad a su amo, quién hoy le permitió tomar este camino y conducir esta avanzada, conducir a su ejército.
 
  • Solo debo dirigirme donde dijo mi señor. Debo localizar el lugar y guiar al ejército - repetía. En tanto empuñaba su alabarda gris de brillo singular. Volteó y miró a sus compañeros y espetó: ¡Adelante! Estamos cerca. El amo nos premiará una vez más. Recuerden detrás nuestro viene nuestro ejército. ¡¡¡Viene nuestro Señor!!!


    En su andar, inesperadamente los picos bramaron fuego y bajo sus torrentes el suelo se movió. Una gran agitación se produjo, a continuación el fuego comenzó a brotar desde el suelo. Bruce no parpadeó. Algunos de sus compañeros no evitaron caer en aquellas grietas profundas que se abrían hacía olvidados abismos en donde yacen criaturas que es mejor no nombrar. Bruce aceleró su paso y vió desde lo alto de una antigua garganta, distintas figuras que comenzaron a emerger entre el humo y la ceniza. ¡Han de ser ellos!. exclamó. ¡Fórmense! ¡Hemos de esperar a nuestro señor! 


    Iluminadas por antiguos picos de fuego se proyectan indefinidas sombras que se escurren y deslizan por las agrietadas y mohosas paredes de la bóveda oscura, se escabullen. Desde lo alto de la garganta la compañía audaz, nuevamente, se vió apremiada por las sombras escondidas en la oscuridad, una oscuridad que los acechaba, una oscuridad que dictaba en la cabeza del Capitán Bruce Killis, “aquí abajo las cosas simplemente no permanecen muertas”. De repente, los ecos cesaron. Y el humo, la ceniza y la oscuridad los envolvió.




El brillo de la muerte

Los ecos tenebrosos de la tumba se mantenían presente en el imaginario de los miembros de la compañía audaz, sumándose a la larga lista de elementos que debían enfrentar. Siendo el primero de ellos la oscuridad profunda. A tientas, sin guía ni compás, solo con un puñado de indicaciones se movían los héroes en un mundo de sombras y resquicios abismales en cuyas profundidades, siluetas de las más variadas formas sugerían un final blasfemo. Superando las ominosas seis casas de los Burkan lograron avanzar al último resquicio de este laberinto del mal. Arribaron allí a donde los héroes de los pueblos del mundo sin sol fracasaron. Ahora era su turno. El turno de poner fin al laberinto. Y con él a todo tipo de abominación que se ocultaba en sus pasadizos y codos impíos. La tensión de lucha significó la entrega espiritual de los burkan para que nuestros héroes tuvieran una oportunidad adicional de eliminar la mazmorra. El suspiro del último golpe se fundió con los vapores de azufre y roca fundida. De entre los efluvios qué se elevaban y confundían entre el polvo y almas liberadas, una calavera adornada con piedras resplandecientes, en sus ojos pestañaban rubies rojos y con dientes de oro y plata interpeló con su maligno brillo a los héroes. El fin de los tiempos se acerca. Era el brillo de la muerte.